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TEXTOS DEL MOVIMIENTO OBRERO
El problema de la guerra

Contribución a una discusión en Les Cahiers d’Etude de la LCI (Ligue des Communistes Internationalistes)
[Cuadernos de Estudio de la Liga de Comunistas Internacionalistas]

Publicamos a continuación amplios extractos de un documento de 1935 que, como lo indica el título, es una contribución a un debate en el interior de la Izquierda comunista sobre la cuestión de la guerra en el capitalismo. Es remarcable que los camaradas de este periodo de entre guerras, luego de una serie de derrotas terribles para la clase obrera (Alemania 1917/1923, China 1927, etc.), frente a partidos comunistas en plena degeneración y a una Internacional cada vez más expresión de los intereses del Estado ruso, en el interior de una clase totalmente desorientada política e ideológicamente, que estos pocos camaradas llevaran a contracorriente un trabajo político de tal amplitud y restaran fieles, contra viento y marea, a las posiciones cardinales del marxismo.
Si bien, actualmente, el proletariado no se encuentra batido como lo estaba entonces, si bien conserva todas sus posibilidades en la alternativa histórica guerra imperialista o revolución proletaria, la cuestión de la guerra se le vuelve a plantear de manera cada vez más directa y crítica. La multitud de conflictos imperialistas locales solamente manifiestan las rivalidades imperialistas crecientes y acelera la polarización entre las principales potencias imperialistas. Es a todos los niveles, ideológico, político, económico, social, imperialista, militar, que los Estados se orientan y se preparan para la guerra. Y es el proletariado internacional el que soporta el costo y los sacrificios.
Es en este marco que se sitúan las tareas y responsabilidades de las minorías comunistas actuales.
Al publicar este documento, queremos llamar la atención de los grupos e individuos del campo proletario sobre el método de esos camaradas, que es el de la Izquierda comunista, que debe ser el nuestro.
Mantenerse escrupulosamente fieles a los principios y a las lecciones de la historia de nuestra clase, integrar los hechos y acontecimientos actuales en su lógica y percibir los desarrollos posibles y probables, trazar análisis y objetivos para nuestra clase; impulsar el debate y la discusión sobre estas cuestiones en el interior del campo proletario y del proletariado, tales son las responsabilidades de los comunistas actualmente.
En cuanto a quienes pretenden abrir nuevas vías –en la ocurrencia quienes rechazan explícita o implícitamente, en nombre de una “tercera vía”, o de “otra vía”, la alternativa guerra o revolución –y que solamente reciclan las antiguallas del oportunismo y del revisionismo de ayer y de siempre,- mantenemos nuestro objetivo de combatir su pretensión de reivindicarse de la herencia de la Izquierda comunista.
Nota: Reproducimos en este boletín los apartados 1, 2 y 7 del documento original. En cuanto a los otros damos un pequeño resumen, en cursiva. Del apartado 3, nos parece más claro dar el resumen que el propio camarada Jehan hace al final del mismo, por ello no está en cursiva.

1.- El imperialismo

Partiendo de la afirmación central del Manifiesto Comunista de que: "La historia de todas las sociedades hasta nuestros días es la historia de las luchas de clases", podríamos deducir que la guerra, al ser un aspecto de la vida de las sociedades divididas en clases es, al mismo tiempo, una manifestación de la lucha de clases misma, el producto de una relación determinada de las clases antagónicas. La guerra es "La túnica de Nessus" adherida a toda organización social basada en la explotación.

La historia ha sido la ilustración de las antítesis sociales, de los contrastes sociales, de las luchas sociales que conducen a guerras o a revoluciones. Pero, con el advenimiento del sistema burgués de producción, las luchas de clases anteriores, de aspectos múltiples y variados, se han simplificado gradualmente, hasta sintetizarse en una lucha entre la burguesía y el proletariado. Como decía Antonio Labriola: "El secreto de la historia se ha simplificado." Ello fue el resultado del hecho de que el capitalismo, el modo de producción más poderoso y extensivo en relación a los modos anteriores, logró subordinar y plegar a la ley del capital todas las formas sociales sobrevivientes, mientras que la burguesía, al extender su dominación, desarrollaba también inevitablemente a su contrario, el proletariado, y eliminaba progresivamente a las clases intermedias.

Por otra parte, la sociedad capitalista, al transponer a escala mundial su antagonismo fundamental de clase que opone burguesía y proletariado, profundizaba al mismo tiempo el contraste que dividía a la burguesía misma y que era la expresión del fraccionamiento en economías nacionales, en Estados capitalistas antagónicos, de un sistema económico, ciertamente de carácter mundial, pero marcado con un defecto original que excluía cualquier estabilidad o equilibrio.

Para tratar de definir al imperialismo, podríamos evidentemente comenzar por decir que es la fase suprema de la evolución y desarrollo capitalistas, que registra un nivel técnico y una potencia de producción tales que se puede afirmar que las condiciones objetivas, las bases materiales para la instauración del socialismo mundial son alcanzadas.

Pero si queremos sujetarnos a una explicación marxista de la evolución capitalista, deberemos sobre todo marcar que el imperialismo es la manifestación en el plano mundial de la ineludible necesidad que se impone a la burguesía, bajo pena de ver degenerar su sistema de producción (realidad actual), de proseguir la acumulación del capital. Fue esta ley fundamental y motriz del "PROGRESO" capitalista la que empuja a la burguesía a transformar sin cesar en capital una fracción cada vez mayor del plusvalor arrancado a los obreros y, como consecuencia, a desarrollar sin cesar las capacidades productivas de la sociedad. Es así como se revela su misión histórica y progresiva. En cambio, desde el punto de la vista de clase, "PROGRESO" capitalista significa proletarización creciente y explotación intensificada sin cesar de los proletarios.

El sobreproducto "LIBREMENTE" sustraído al consumo del proletariado, lejos de poder ser consumido completamente por la clase dominante, en su mayor parte debía ser transformado en capital, es decir, en un nuevo medio de explotación que permitiera sustraer al proletariado un sobreproducto adicional. Este fenómeno se ampliaba con cada ciclo de la producción. El sobreproducto engendraba un sobreproducto. El plusvalor atraía al plusvalor. Dicho de otro modo, la explotación del proletariado se desarrollaba siguiendo una progresión geométrica. La ley del valor tendía en efecto a llevar constantemente el precio de la fuerza de trabajo (es decir, el salario) al nivel de su costo de mantenimiento, tendía, pues, a hacer bajar este precio con relación a la productividad creciente del trabajo y del gigantesco desarrollo de la masa de productos consumibles. En otros términos, el poder de compra (que, en el régimen capitalista, determina el poder del consumo) disminuía constantemente con relación a la capacidad general de la producción. Es esta contradicción económica que opone el trabajo acumulado (el capital) al trabajo vivo (la fuerza de trabajo) la que se expresaba en la contradicción de clase que opone cada vez más violentamente a la burguesía y al proletariado.

El capitalismo solamente puede intentar escapar a las tenazas de esta contradicción fundamental buscando ampliar tanto la producción (mediante la acumulación) como el mercado capaz de absorber esta producción, al interior así como al exterior de las fronteras nacionales.

Dado el funcionamiento mismo del sistema capitalista, estos dos procesos de expansión solamente podían desarrollarse a través del mecanismo de la competencia. La competencia fue el aguijón del desarrollo capitalista.

Durante el período de crecimiento del capitalismo, que vio a la gran producción industrial eliminar de manera decisiva a las antiguas formas de producción, la competencia se limita a la lucha entre capitalistas individuales, órganos primarios del nuevo mecanismo productivo. Después, las exigencias crecientes de la acumulación eliminaron a los individuos, dando lugar a organismos colectivos, sociedades anónimas, cárteles, trusts, empresas con carácter cada vez más monopolista, cuyas luchas se transportaron esencialmente al plano internacional. En esa fase, la acumulación capitalista, desbordando ya ampliamente los marcos nacionales, continuó bajo dos aspectos característicos. Primero, el de una concentración y centralización orgánicas bajo las formas indicadas de sindicatos, de cárteles y de trusts nacionales e internacionales establecidos bajo la égida del capital financiero, la formación más avanzada del capitalismo, síntesis de los intereses particulares e incluso contradictorios de las formaciones burguesas: capital industrial, capital comercial, capital financiero, capital bancario. El otro aspecto de la acumulación, fue la anexión al mercado capitalista de nuevas zonas, nuevas regiones en las que sobrevivían economías atrasadas pero en las que el capitalismo podía colocar sus productos y capitales.

Para volver a la definición del imperialismo, repetimos que procede de la ley de la acumulación capitalista y que expresa que el capitalismo se ha erigido en el mundo como sistema económico dominante, ha sometido a sus leyes a todas las otras formaciones económicas y sociales de las que él es el sucesor histórico.

En realidad, las dos manifestaciones de la acumulación capitalista que acabamos de indicar, a saber el desarrollo orgánico o intensivo y el desarrollo geográfico o extensivo no están condicionados el uno al otro, sino que el segundo fue función del primero. No fue la extensión del mercado capitalista lo que estimuló la producción sino que ésta última, dominada por la ley de la acumulación es la que obliga al capitalismo a ampliar sin cesar su campo de actividad, sus mercados y a anexarse así todas las regiones del globo.

Sin embargo, para las más viejas naciones capitalistas, tales como Inglaterra, Francia, Holanda, la expansión colonial no data del final del siglo XIX, sino del inicio de ese siglo, luego de iniciarse en el siglo XVIII e incluso en el XVII. Lo que es cierto, es que el final del siglo XIX, que corresponde a un período de alto capitalismo, a la extensión mundial del sistema capitalista, a las competencias cada vez más ásperas entre Estados capitalistas, registra también una generalización de las guerras coloniales, característica propia de la primera fase del imperialismo.

De las consideraciones que hemos dado para tratar de desprender el fundamento del imperialismo resulta que el significado esencial de éste no puede darse por sus manifestaciones exteriores, que no se trata, por ejemplo de poner el acento en la existencia de los monopolios, sino que hace falta remontarse a su fuente profunda: la acumulación. Nos parece que, cuando Lenin nos dice especialmente (1) que "la sustitución del monopolio por la libre competencia es un hecho económico de importancia radical”, que es “el fondo mismo del imperialismo", nos parece que tal definición merece ser precisada. Ciertamente, Lenin no quería dar a entender que la competencia había desaparecido ya que necesariamente ésta continuaba subsistiendo en un sistema que, por naturaleza, excluía el equilibrio y el funcionamiento armonioso, sino que esta competencia no era ya “LIBRE" en el sentido de que era menos anárquica, menos diseminada y que se había elevado al plano superior de la lucha entre grandes organismos colectivos constituidos por los trusts verticales y horizontales para llegar a la lucha entre los "TRUSTS" nacionales que son los Estados imperialistas. Pero Lenin no subraya con el mismo vigor que Luxemburg que el fondo del imperialismo, era el fenómeno de la acumulación capitalista propulsada a escala mundial, fenómeno que, en la última fase del imperialismo, se encuentra reprimido por la imposibilidad de extensión del mercado capitalista. Pensamos que, definido de esta manera, el imperialismo ilustra y subraya más las dialéctica histórica, a la vez que quedan reducidas a nada las nociones de "HIPERCAPITALISMO EXPOLIADOR", de "BASTILLAS" y otras "FEUDALIDADES CAPITALISTAS", elucubraciones vomitadas por todos los "anticapitalistas" que no son sino agentes de la burguesía.

Si bien es verdad decir que el imperialismo es la decadencia, la descomposición del capitalismo, esta decadencia comienza a manifestarse en toda su amplitud en la fase que se inicia en 1914 con el desencadenamiento de la primera guerra mundial.

El primer período del imperialismo se sitúa en el último cuarto del siglo XIX y siguió a continuación de la época de las guerras nacionales mediante las cuales se había cimentado la constitución de los grandes Estados nacionales y de las cuales la guerra franco–alemana marca aproximadamente el término extremo. Si bien el largo período de depresión económica que sucede a la crisis de 1873 llevaba ya en germen la decadencia del capitalismo, éste aún puede utilizar las cortas recuperaciones que jalonaron esta depresión para, de alguna manera, consumar la explotación de los territorios y pueblos rezagados. El capitalismo, en la búsqueda ávida y febril de materias primas y compradores que no fuesen ni capitalistas, ni asalariados, roba, diezma y asesina a las poblaciones coloniales. Fue la época de la penetración y de la extensión de Inglaterra en Egipto y en África del Sur; de Francia en Marruecos, Túnez y Tonkin; de Italia en el Oriente africano, sobre las fronteras de Abisinia; de Rusia zarista en Asia Central y Manchuria; de Alemania en África y Asia; de los Estados Unidos en Filipinas y Cuba; finalmente, de Japón en el continente asiático.

Pero una vez finalizado el reparto, entre los grandes agrupamientos capitalistas, de todas las tierras buenas, de todas las riquezas explotables, de todas las zonas de influencia, en breve, de todos los rincones del mundo donde se podía arrancar trabajo que, transformado en oro, habría de amontonarse en los bancos nacionales de las metrópolis, entonces finalizó también la misión progresiva del capitalismo. No porque el capitalismo hubiera implantado su sistema de producción en el mundo entero, ni porque hubiera sustituido a todos los otros sistemas preexistentes. Lejos de ello.

El capitalismo no es un sistema progresivo por naturaleza, sino por necesidad. Siguió siendo progresivo mientras pudo hacer coincidir el progreso con los intereses de la clase que expresaba. La desaparición de esta coincidencia histórica debía provocar inevitablemente la decadencia del capitalismo y la de la sociedad entera si el proletariado, sucesor de la burguesía, no lograra echarlo abajo.

Es cierto que cuando la masa total de plusvalor producida en el mundo, no solamente no lograra ya acrecentarse, sino que por el contrario decreciera, cuando la masa de sobretrabajo disponible no correspondiera ya a las necesidades normales de los capitales existentes, cuando el beneficio desapareciera y, con él, el móvil de la producción capitalista, es cierto que entonces debía abrirse la crisis general del capitalismo, la cual se expresaría, por una parte, en una profundización considerable del contraste fundamental entre la burguesía mundial y el proletariado mundial y, de otra parte, en la agudeza de los antagonismos entre los grandes grupos capitalistas que constituyeran lo esencial de la economía mundial.

En la fase del capitalismo decadente, esas contradicciones oscilan entre los dos términos de la alternativa: la revolución proletaria o la guerra imperialista. La revolución, porque el problema del poder se plantea objetivamente ante el proletariado internacional. La guerra, porque la impotencia del proletariado para llevar a cabo esta tarea histórica entraña inevitablemente a la sociedad en la dirección de la otra salida, la de la guerra, en la que irremediablemente deben desembocar los contrastes interimperialistas.

Si se intentara oponer a la perspectiva de la guerra como salida a los contrastes del capitalismo (estando el proletariado temporalmente eliminado de la escena histórica) la hipótesis de la formación de un trust mundial, de la instauración del superimperialismo sobre la base de una explotación desenfrenada del proletariado impotente, se llegaría solamente a reconocerle posibilidades de equilibrio de una sociedad de clases fundada en la competencia y los antagonismos. Ciertamente, sabemos que el capitalismo es una economía mundial, pero ésta sigue estando dividida en unidades nacionales e imperialistas opuestas, surgidas de las células primarias: los capitalistas individuales que desarrollaron la producción mediante la competencia.

Se asiste, evidentemente, a treguas imperialistas efímeras, a compromisos temporales que constituyen precisamente la sustancia de la “PAZ” capitalista. Analizaremos más adelante lo que significa esta paz y la orientación que se le puede imprimir a su evolución en función de la relación entre las clases. Pero una cosa es segura: que la violencia es la que, en última instancia, debe zanjar los contrastes, ya sea el proletariado la utilice para liberar a la sociedad, o que se mantenga al servicio del capitalismo para la destrucción y el nuevo reparto de los mercados.

Por otra parte, la naturaleza misma de la crisis general del capitalismo, de la cual hemos bosquejado sus características, quita a ésta toda posibilidad de poder descargarse en las conquistas coloniales. La era de las guerras específicamente coloniales se ha cerrado definitivamente (volveremos más adelante sobre esta afirmación). Como decía Luxemburg (2): “La guerra hipócrita y siniestra de todos los Estados capitalistas entre ellos, sobre la espalda de los pueblos asiáticos y africanos debe conducir tarde o temprano a un arreglo de cuentas general.” Este arreglo de cuentas, es la guerra imperialista por un nuevo reparto de los mercados entre las viejas democracias imperialistas, enriquecidas desde hace mucho tiempo y ya parasitarias, y las jóvenes naciones capitalistas llegadas tardíamente a la rebatinga.

De lo que precede, se desprende ya que la guerra imperialista se sitúa en un ambiente histórico en el que el capitalismo se ha vuelto el sistema económico y político que rige a la sociedad entera, que subordina a las leyes de su evolución propia y a las necesidades históricas relacionadas con esta evolución, el destino de todas las formaciones sociales que componen la economía mundial, cualquiera que sea el grado de desarrollo de su modo de producción y de su organización política.

Son las cuatro grandes formaciones imperialistas existentes que controlan actualmente la mayor parte de esta economía mundial, las que regulan la vida de las naciones capitalistas secundarias y poco desarrolladas, así como la vida de las economías atrasadas “BÁRBARAS”, incorporadas al sistema imperialista.

La decadencia continua, que caracteriza en adelante a todo el curso del capitalismo mundial, excluye todo progreso, indefectiblemente ligado al advenimiento de la revolución socialista.

La era de las guerras imperialistas y de las revoluciones proletarias no opone ya a Estados reaccionarios y Estados progresistas en guerras en las que se forja, con la participación de las masas populares, la unidad nacional de la burguesía, en las que se edifica la base geográfica y política que sirve de trampolín a las fuerzas productivas.

En adelante, no opone ya la burguesía a las clases dominantes de las colonias en guerras coloniales que suministren aire y espacio a las fuerzas capitalistas de producción ya poderosamente desarrolladas.

Pero esta época opone a Estados imperialistas, entidades económicas que se reparten el mundo, incapaces sin embargo de comprimir los contrastes de clase y las contradicciones económicas de otro modo más que operando, mediante la guerra, una gigantesca destrucción de fuerzas productivas inactivas y de innumerables proletarios rechazados de la producción.

Desde el punto de vista de la experiencia histórica, se puede afirmar que el carácter de las guerras que sacuden periódicamente la sociedad capitalista, así como la política proletaria correspondiente, deben ser determinados, no solamente por el aspecto particular –y frecuentemente equívoco- bajo el cual dichas guerras pueden aparecer, sino por su ambiente histórico surgido del desarrollo económico y del grado de madurez de los antagonismos de clase. Es esto lo que se desprende claramente de un examen histórico de las posiciones adoptadas por los marxistas ante los problemas de la guerra.

2.- Las guerras nacionales

Las guerras nacionales fueron el apoyo de las revoluciones burguesas del siglo pasado.

El capitalismo, bajo el empuje de su transformación industrial, tuvo necesidad, para desarrollar inicialmente su mercado interior, de un medio geográfico estable y unificado, coronado con una superestructura política, jurídica e ideológica adaptada a las exigencias crecientes de la producción capitalista de mercancías. Tuvo necesidad de las grandes naciones modernas liberadas de todas las trabas feudales.

Tuvo necesidad de un aparato de Estado que fuera el órgano de opresión y coerción de la burguesía, capaz de asegurar el funcionamiento “NORMAL” del sistema capitalista, de organizar y legalizar la explotación de un proletariado recientemente surgido de las relaciones capitalistas de producción, de contener también sus luchas en los límites del “ORDEN” burgués o de aplastarlas, capaz en fin de alistar al proletariado alrededor de la bandera de la nación, entidad burguesa que preside la expansión de una producción que debía necesariamente desbordar sus marcos estrechos y orientarse hacia los antagonismos entre Estados capitalistas. Esta nación, la burguesía la realiza en el interior, al fuego de las luchas contra las clases reaccionarias y, en el exterior, al fuego de las guerras contra los Estados feudales y despóticos.

La concepción de la guerra progresiva no fue pues más que el reflejo ideológico y teórico de una época histórica que vio, de una parte, a una clase burguesa que accedía al poder político, obligada a ampliar sus cimientos sociales con miras a favorecer la expansión de su sistema de producción y obligada, como consecuencia, a quebrantar mediante la guerra a los países aún aplastados bajo el caparazón feudal. Época que vio de otra parte, a un proletariado aún diseminado, amorfo, apenas naciente de las nuevas relaciones de producción y que debía aún dejarse llevar por el flujo creciente de las fuerzas burguesas.

Los movimientos de independencia nacional, que se desencadenan por toda Europa después de la revolución francesa de 1789 (que condujo bajo su forma más clásica a las guerras progresivas contra las coaliciones feudales) y después de la revolución de julio de 1830, colocaron poco después a Marx y Engels ante problemas para cuya solución solamente podían apoyarse en la experiencia de la Gran Revolución. Marx se refiere al hecho de que ésta seguía una curva ascendente, trazada por la dominación sucesiva de los Constitucionales, los Girondinos y los Jacobinos, para inducir que, en las próximas revoluciones burguesas, el proletariado, levantado por el dinamismo de la burguesía, tendría la posibilidad de sustituir con sus objetivos propios los de la clase burguesa.

Esta posición fue retomada en el Manifiesto Comunista aparecido en enero de 1848: Los comunistas debían buscar un punto de apoyo al lado de la burguesía revolucionaria que luchaba contra las clases reaccionarias (“los proletarios no combaten, por tanto, contra sus propios enemigos, sino contra los enemigos de sus enemigos”) con el fin de poder, posteriormente, emprender la lucha contra la burguesía misma. Marx y Engels, al trazar este esquema, tomaban en cuenta sobre todo la revolución burguesa que maduraba en Alemania.

La revolución de febrero de 1848, en París, que tuvo su epílogo sangriento en junio, aporta el primer desmentido a la hipótesis de Marx sobre el ritmo progresivo de las revoluciones burguesas. Ésta proporcionó la primera prueba histórica de que “para alcanzar sus fines políticos, la burguesía no puede ya poner en movimiento al proletariado entero” (como en 1789). Marx, algunos años más tarde, en su “18 Brumario” constata que, “el partido proletario aparecía como un simple anexo del partido pequeñoburgués demócrata, y fue traicionado y abandonado por éste durante las jornadas de junio”. Y concluye que la revolución de febrero había recorrido un proceso inverso al seguido en 1789.

La segunda experiencia histórica aportada por la revolución alemana que se desarrolla desde marzo de 1848 hasta el final de ese mismo año, convenció definitivamente a Marx de su error y le confirma que la burguesía alemana no podía ya ser (como la burguesía francesa de 1789) “la clase que defiende a toda la sociedad contemporánea contra el orden establecido”, porque, tal como la burguesía francesa en 1848, ve erigirse ante ella a un proletariado que se acrecienta con la industria y que luchaba ya en el terreno económico.

Al mismo tiempo, estalla la fatuidad de la táctica preconizada por Marx después de la derrota sangrienta de junio del proletariado parisino: es decir, parar el golpe terrible dado a la revolución occidental, sublevando a todas las fuerzas democráticas en una guerra contra Rusia, que era en esa época el pilar de la reacción europea. En el pensamiento de Marx, esta guerra debía tener como función la de reanimar el movimiento revolucionario en Alemania y de favorecer la instauración de la república unitaria, al mismo tiempo que favorecer los movimientos de liberación de polacos y húngaros. Pero, por el contrario, es la reacción más negra la que prevalece, que ahoga la revolución húngara con ayuda de los rusos y, posteriormente, la de Berlín. Las burguesías de Europa, lejos de apoyarse en el proletariado para barrer las autocracias atemorizadas (como lo había hecho la burguesía francesa en 1792), apelaron, por el contrario, a esas autocracias para vencer concertadamente a la revolución creciente.

Enseguida, se vio incluso a la burguesía occidental cómo apoyaba con sus capitales a la reacción zarista, obligada a pasar a las reformas después de su derrota en Crimea, y le ayudaba a contener las fuerzas revolucionarias que se levantaban en Rusia.

Por otra parte, la burguesía alemana no pudo realizar sus objetivos nacionales de 1848 más que a través de la guerra de 1870.

Respecto a la guerra franco-alemana, lo que permitió a Marx calificarla como defensiva para Alemania, fue precisamente el hecho de que realizó la unidad alemana, a la cual siempre se había opuesto Napoleón III, a la vez que asestaba a éste golpes que le abatirían junto con su régimen reaccionario.

Pero la apreciación de Marx se modifica radicalmente luego de la caída del Segundo Imperio francés y el advenimiento de la República, cuando el militarismo alemán hubo descubierto sus proyectos de conquista y sobre todo, luego de la derrota de la Comuna.

El ejemplo de una fraternización de dos ejércitos enemigos, que se efectúa para masacrar en común al proletariado, le parece decisivo para denunciar en adelante que la guerra nacional “no es más que una argucia de los gobiernos destinada a aplazar la lucha de clases, y de la que se prescinde tan pronto como esta lucha estalla en forma de guerra civil. La dominación de clase ya no se puede disfrazar bajo el uniforme nacional; todos los gobiernos nacionales son uno solo contra el proletariado”. (3)

La denuncia de Marx del carácter de clase de las guerras nacionales solamente podía significar una cosa: que ya había sido superada la época en que esas guerras podían jugar un papel progresivo. Más tarde, en 1907, Kautsky (todavía marxista) pudo constatar, a su vez, a partir de toda la evolución capitalista posterior a la guerra de 1870, que “…la burguesía detesta y teme a la revolución más que ama a la independencia y la grandeza de la nación… [y que] los problemas nacionales que aun hoy sólo pueden ser resueltos por la guerra o la revolución, únicamente encontrarán solución en el futuro mediante la previa victoria del proletariado.” (4)

Pero es Luxemburg, en “La crisis de la socialdemocracia”, quien nos parecer haber demostrado concluyentemente que, en el ambiente de la época imperialista, incluso las guerras nacionales que se presentaran casi en estado puro, como fue el caso de las guerras balcánicas en 1912 y de la guerra de defensa de Serbia en 1914, no son más que eslabones de la cadena de acontecimientos que se precipitan inevitablemente hacia la guerra imperialista. En las tesis que cristalizan su posición, Luxemburg dice: “De la política de los estados imperialistas y de las guerras imperialistas no puede surgir la libertad y la independencia para ninguna nación oprimida. Las pequeñas naciones, cuyas clases dominantes son apéndice y cómplices de sus compañeros de clase de los grandes Estados, no son sino piezas en el tablero de ajedrez sobre el que desarrollan su juego imperialista las grandes potencias y, al igual que sus masas trabajadoras, son instrumentalizadas durante la guerra para ser sacrificadas cuando ésta acabe a los intereses capitalistas.”(5)

En la misma época (en 1915), Lenin atacando a Plejanov y Kaustky en “Contra la corriente” establece claramente que no se podía hacer ninguna comparación entre las guerras llevadas a cabo por una burguesía que se libera de las trabas feudales y las guerras de esta misma burguesía que se ha vuelto “senil, imperialista, que ha saqueado todo el universo, además reaccionaria y aliada del feudalismo en la opresión del proletariado.”

Sin embargo, poco después (en 1916), también en “Contra la corriente”, Lenin se opone a la afirmación de Luxemburg según la cual “en la era del imperialismo no puede haber ya guerras nacionales” y de que toda guerra nacional al principio, inevitablemente tendría que adquirir un carácter imperialista al chocar contra los intereses de uno u otro de los grandes agrupamientos imperialistas que se reparten el mundo.

Lenin afirma por el contrario que “guerras nacionales contra las potencias imperialistas son no solamente posibles y probables, sino que son inevitables y deben tener un carácter progresista y revolucionario.”

Pero tal hipótesis, la emite Lenin en plena guerra imperialista, cuando se abría la perspectiva de un quebrantamiento general del sistema capitalista que podía determinar movimientos nacionales, sobre todo en las colonias. En Lenin se expresa claramente la preocupación de evaluar esos movimientos en función de la revolución proletaria creciente, ya que él considera que su triunfo estaba subordinado a la participación de las inmensas poblaciones coloniales apoyadas por la insurrección del proletariado en una u otra metrópoli.

Es evidente que Luxemburg, en su tesis sobre la imposibilidad de las guerras nacionales, solamente veía las revoluciones burguesas de las colonias o de Europa –incapaces de franquear la dominación del imperialismo mundial-, y no las luchas de las clases oprimidas de las colonias contra la clase dominante aliada al imperialismo, las guerras civiles que conducen a la revolución con el apoyo del proletariado de las metrópolis.

Esta era también la concepción de Lenin, independientemente de los argumentos secundarios que aporta en su polémica contra Luxemburg, especialmente cuando intenta demostrar que si una guerra nacional podía transformarse en guerra imperialista, lo inverso podía también verificarse y cuando, para apuntalar esta pura hipótesis, se vio obligado a ilustrarla con hechos que databan de un siglo: por ejemplo, las guerras de la Gran Revolución francesa comenzaron por ser nacionales y revolucionarias, pero se convirtieron en “IMPERIALISTAS” bajo Napoleón y engendraron, a su vez, guerras de emancipación nacional contra ¡el “IMPERIALISMO” de Napoleón!

Un año más tarde, las “Tesis de abril”, eliminando todo equívoco, aportaron la prueba de que las concepciones de Lenin y Luxemburg no eran fundamentalmente divergentes. En lo que concierne a la naturaleza de las guerras que podían surgir, estas tesis precisaron que “el carácter político-social de la guerra no se determina por la ‘buena voluntad’ de personas, de grupos ni aún de pueblos enteros, sino por la situación de la clase que hace la guerra; por la política de esta clase, que tiene su continuación en la guerra; por los vínculos del capital, como fuerza económica dominante de la sociedad moderna; por el carácter imperialista del capital internacional.” Luxemburg no había dicho otra cosa.

3.- La cuestión nacional y los movimientos nacionales de las colonias

[La mejor manera de resumir este apartado es ceder la palabra al autor:]

En resumen, toda evolución progresiva de las colonias se vuelve función, no de guerras supuestamente de emancipación de las burguesías “OPRIMIDAS” contra el imperialismo opresor, sino de guerras civiles de los proletarios y las masas campesinas contra sus explotadores directos; de luchas insurreccionales llevadas a cabo en conexión con el proletariado avanzado de las metrópolis.

4.- La Primera y Segunda Internacionales ante el problema de la guerra

Jehan desarrolla que las posiciones de la Primera y Segunda Internacionales ante la guerra evolucionaron en función del desarrollo económico y político de los diferentes Estados. Hasta comienzos del siglo XX, la política de la Internacional tiene como eje la lucha contra el zarismo. A partir de 1907 (Congreso de Stuttgart) la cuestión del imperialismo se toma ya en cuenta.

5.- La guerra y la paz

Jehan anuncia la guerra que viene (recordemos que estamos en 1935) y reafirma la naturaleza imperialista de esta próxima guerra, así como la naturaleza imperialista de la “paz” de la que es solamente el preludio. Afirma también que la participación de Rusia soviética en la guerra no cambiará la naturaleza imperialista de la guerra, sino que indicará, por el contrario, la naturaleza no proletaria de esa Rusia soviética.

6.- El conflicto italo–abisinio, preludio de la guerra mundial

Con el ejemplo de China, y sobre todo con el de Abisinia, el autor muestra cómo las cuestiones de las posesiones coloniales, pendientes desde el inicio del siglo, y que la guerra no ha arreglado, evolucionan con el paso de los años de “paz” en función de las rivalidades entre diferentes potencias. Disputada entre Inglaterra, Francia e Italia, esta región de África oriental verá desembarcar las tropas del Estado italiano, que no tiene otra posibilidad para afirmarse. Son en general los Estados más débiles los que son llevados a desencadenar las hostilidades.

7.- El proletariado y la guerra

Evidentemente, la lucha contra la guerra sólo puede identificarse con la lucha de clases, con la lucha contra el capitalismo con miras a su derrocamiento y a la instauración de la dictadura del proletariado. A la guerra solamente se le puede oponer la revolución.

Pero, no es caer en el pesimismo y el fatalismo el considerar que, ante la inminencia de una nueva guerra imperialista y ante la ausencia de un partido capaz de guiar al proletariado, las condiciones para emprender tal lucha no existen inmediatamente.

Puesto que la situación que vivimos actualmente es el producto y el término de todo un encadenamiento de acontecimientos que traen consigo la eliminación progresiva del proletariado de la escena histórica, situación que se desatará, no mediante la liberación de las fuerzas productivas, sino por su destrucción, no depende en nada de la sola voluntad de ínfimas minorías revolucionarias, por resueltas que sean, el revertir el curso en el tiempo relativamente corto que transcurrirá hasta la explosión del conflicto.

Pero el problema es saber si los obreros lograrán, en el corto plazo concedido, reagruparse sobre posiciones de clase para la defensa de sus condiciones de existencia y forjar, a través de sus luchas que se amplíen sin cesar hasta la lucha política, el partido de vanguardia capaz de conducirlas al asalto del capitalismo.

La respuesta que impone la sombría realidad actual es que la realización de tal hipótesis es muy poco probable, y que una resurrección de la conciencia proletaria no surgirá verdaderamente más que del hervidero de los acontecimientos de la guerra, del estremecimiento de todo el sistema capitalista y del trastocamiento total de la relación de clases.

La reconstrucción del proletariado, como clase capaz de cumplir su tarea histórica, requerirá no solamente de una situación objetiva favorable, sino también de la intervención, en los acontecimientos, del partido de vanguardia, factor subjetivo que aporta al proletariado la conciencia y visión de sus objetivos.

Actualmente, la tarea fundamental de los comunistas de izquierda es precisamente la de elaborar y coordinar, a escala internacional, los principios obtenidos de la experiencia de la Revolución rusa y de los fenómenos propios de la fase de degeneración del imperialismo, al mismo tiempo que la de construir los cuadros del partido de mañana.

Para los comunistas de izquierda, la lucha contra la guerra es función de trabajo ideológico que prepara el apoyo de la revolución de mañana. En la fase actual, preludio de la guerra mundial, los comunistas solamente pueden limitarse a indicar que las bases, sobre las cuales un reagrupamiento obrero es posible, son las organizaciones de clase existentes, movilizadas para la defensa de sus reivindicaciones específicas; que la prosecución de esos objetivos iniciales convencerá a los obreros, a través del desarrollo mismo de las situaciones, sobre la inevitabilidad de deber pasar a formas de lucha cada vez más elevadas hasta llegar a la insurrección armada.

En cuanto a las consignas de boicoteo, de guerra a la guerra, de huelga general, de insurrección que podrían ser lanzadas ante la declaración de guerra por las corrientes políticas de tendencia pacifista o anarquista, un conocimiento marxista de las condiciones que han permitido madurar y estallar a la guerra debe permitir denunciar la nulidad de tales consignas.

Querer “BOICOTEAR LA GUERRA”, querer replicar a la guerra con la revolución equivale a querer reconstituir “ESPONTÁNEAMENTE” factores revolucionarios que han sido desagregados durante todo un proceso histórico cuyo término no puede ser la revolución, sino la guerra.

Por supuesto, los marxistas, al rechazar esas consignas, deben sin embargo participar en las acciones de clase que puedan surgir en vísperas o en el momento de la guerra, planteando ante los obreros el significado concreto de tales manifestaciones y tratando de sembrar las semillas que florecerán como conciencia proletaria cuando los acontecimientos de la guerra hayan hecho madurar las condiciones de una situación revolucionaria.

Evidentemente, las posibilidades de tal florecimiento solamente pueden mantenerse si los comunistas proclaman que la lucha de clase no puede interrumpirse durante la guerra, que no se trata de diferirla hasta el período de paz ni de mitigarla bajo una forma o pretexto alguno, sino que los obreros deben por el contrario ampliar las bases tratando de sacar partido de las situaciones tensas que engendra la guerra para lograr concluirlas en una ruptura del frente capitalista.

Es evidente que, durante la guerra, la lucha de clases sólo puede concebirse –tal como durante el periodo de paz- oponiéndose cada proletariado nacional a su propia burguesía, y que tal posición es válida para los proletariados de las metrópolis, tal como para los de las colonias, lo que se desprende de la apreciación que hemos dado de la última fase del imperialismo, que elimina cualquier perspectiva de movimientos nacionales burgueses o de guerras progresivas. Esto vale también para el proletariado ruso aplastado bajo la opresión del centrismo, fuerza contrarrevolucionaria al servicio del capital mundial.

La lucha revolucionaria consecuente de cada proletariado contra su propia burguesía encontrará su manifestación opuesta en la menor resistencia del aparato burgués que se manifestará tanto por la profundización de los contrastes sociales al interior, como por el debilitamiento de la capacidad de lucha contra el antagonista exterior. Dicho de otra manera, la lucha de clase estará condicionada por la aceptación del derrotismo revolucionario. Luchar contra su propia burguesía, será contribuir a su derrota sin restricción ninguna. Y no se trata siquiera de refutar la tesis contrarrevolucionaria que afirma que, ya que una simultaneidad en todos los países de actos revolucionarios y derrotistas sería imposible de lograr, la posición del derrotismo es indefendible.

Es evidente para un marxista que el derrotismo no puede depender de una realización de su simultaneidad, sino que esta simultaneidad –o por lo menos la extensión del derrotismo- surge del ejemplo de acciones derrotistas revolucionarias llevadas a cabo por uno o varios proletariados; tal como un proletariado no puede “esperar” para hacer su insurrección a que la revolución estalle a escala internacional, mientras que lo inverso se verificará siempre: a saber, que la revolución estallará en el sector menos resistente del frente capitalista en tanto que expresión de una maduración internacional de los contrastes sociales que pueden estallar en una revolución internacional.

La aceptación del derrotismo implica, además, el rechazo a las formulaciones pacifistas planteadas por los agentes, conscientes o no, del capitalismo. El proletariado rechaza categóricamente las consignas: “NI VICTORIA, NI DERROTA”, “PAZ A TODO PRECIO”, que pueden perfectamente convenir, por el contrario, a la defensa de los intereses de uno u otro clan imperialista, en función de la relación de fuerzas antagónicas que fluctúan en el desenvolvimiento de la guerra.

El deseo de paz de las masas, que surge inevitablemente en un momento determinado de la guerra, debe ser orientado en el sentido revolucionario. La consigna de paz no tiene en sí contenido de clase. Solamente lo adquiere si se cruza con las consignas de derrotismo y guerra civil. El cambio de actitud de los obreros hacia la guerra imperialista se traducirá en el renacimiento de su conciencia de clase, solamente si logran orientar sus luchas hacia la revolución bajo la dirección del Partido.

Pero, así como no puede depender de la voluntad de débiles grupos marxistas el revertir bruscamente el curso de los acontecimientos que conducen a la guerra, tampoco depende de ellos crear las condiciones de una transformación de la guerra imperialista en guerra civil, en lucha insurreccional por la conquista del poder.

Tal transformación no podrá ser el producto de una acción artificial, sino que se situará al término de una evolución de situaciones y acontecimientos en el fuego de la guerra; al término de la maduración de los contrastes sociales y bajo el empuje de la dislocación de la armadura capitalista. La reconstrucción del proletariado revolucionario surgirá de un renacimiento de las acciones de clase de los obreros que logren desintoxicarse de la ideología de la guerra imperialista para penetrarse de la ideología comunista y armarse del programa de la revolución que habrá sido elaborado por la vanguardia proletaria en el proceso de maduración de los contrastes.

Este informe no aborda el análisis de los factores que pueden condicionar la existencia duradera y la expansión de una revolución proletaria, especialmente porque ello concierne a la noción de guerra revolucionaria. Se trata aquí de un problema cuya solución se relaciona con los hechos principales que se desprenderán de la determinación de la función de un Estado proletario y de su gestión por la Internacional proletaria. Y es a las fracciones comunistas de izquierda a quienes les corresponderá elaborar estos principios nuevos que vendrán a enriquecer la ciencia marxista.

Por otra parte, las consideraciones que hemos expuesto en cuanto a la lucha del proletariado durante la guerra imperialista no prejuzgan evidentemente las tareas generales y programáticas que las fracciones de izquierda elaborarán y precisarán en el curso mismo del trabajo de confrontación y clarificación ideológica que se deben emprender sin retardo.

Jehan (Noviembre de 1935).

Liga de los Comunistas Internacionalistas.


Notas:

1 Contra la corriente, tomo 2; ver también “El imperialismo, fase superior del capitalismo”.

2La crisis de la socialdemocracia”.

3 “La guerra civil en Francia”.

4 “La crisis de la socialdemocracia” (Luxemburg).

5 Ídem. Tesis publicadas en anexo.


Fracción interna de la CCI - Boletín Comunista (Nº 39)